Esta es la imagen de un noctámbulo músico apodado Chet, venido de las poderosas y amplias costas del Pacífico a los meticulosos y estrechos canales de Amsterdam.
El siempre solitario con la música susurrándole el alma.
Su voz y la trompeta como instrumento, en sus manos y boca a flor de labios soplando tristeza insondable.
Transmitiendo al mundo más allá de su lágrima y llanto, el beso por la vida que apenas tuvo y sueña.
Se esconde así detrás de esas notas de pasado sin posible futuro.
Muriendo muy lentamente al son de sus melodías hacia lo inevitable.
Se clava en sesgos de vida con su trompeta, como salvavidas de breves instantes de respiro con aromas de amores perdidos.
Quizás sueños de paz que se desvanecen en el silencio, incitando la tortura del despojo de toda posible esperanza.
Y ahí, sin remedio, se inyecta el fuego frío del dragón que lo mira con lástima y odio, disolviéndose en sus entrañas.
Abre los ojos y maldice la luz porque sabe que aún respira y sufre el ataque de la náusea en su espíritu vuelto añicos.
Y se arrastra con torpeza hacia su único aliado de penas, la sinuosa dama de hierro dorada, soplando con rabia y dolor, sublime amor y pasión.
Y ahí, vence las sombras de su resquebrajado ser, que por unos minutos vive y navega a salvo. Descansando en paz y sonriendo al agua quieta de Amsterdam.
Un día gris, absolutamente sólo, el dragón se apiadó y se lo llevó frío y pálido.
Ahora yace con la trompeta amarrada a sus manos, ya parte de su cuerpo y ser.
Sabía que sin ella, no soportaría ni la muerte.
Y ahora con ella, recrea serenas melodías de ensueño eterno.
Jorge Troncone Osorio